La Navidad no es un momento ni una estación, sino un estado de la mente
Siempre me han fascinado los cuentos que, pese a emplear pocos personajes y lugares, son capaces de evocar un mundo que, pese a distar kilómetros del nuestro, la imaginación lo acerca hasta que casi puedas acariciarlo con las yemas de los dedos.
Si me paro a pensar creo que podría citar rápidamente 4 o 5 títulos en los que un niño, un anciano, un tren, un pueblo fantasma y una sorpresa son los principales hilos conductores de la trama. Hoy me he levantado nostálgico y, dadas las fechas, me ha parecido apropiado reiniciar mi camino por estos lares con un pequeño cuento navideño que empecé a escribir hace varias navidades.
Se trata de una historia basada en un recuerdo que me ha venido hoy a la mente al saborear una pinta de cerveza en un bar irlandés cercano a la Puerta del Sol. Mi mente me ha jugado una mala pasada y me he visto transportado a otra víspera de Navidad. Una víspera de Navidad en la que me encontraba junto a mi antiguo compañero de trabajo, Jimmy, al abrigo de un oscuro garito londinense de esos que te envuelven con ese olor a humedad agria característico de los pubs irlandeses.
Jimmy venía de Australia y, entre pinta y pinta, me contó una historia de Navidad de su tierra que, 5 años después ha venido a mi memoria… los efluvios de la Guinness, imagino.
Esta historia comienza en la estación de trenes de Sydney Central, Australia, con el jefe de estación gritando aquello de “pasajeros al tren” y con un anciano subiendo al Indian Pacific, un tren formado por 25 coches de viajeros con un objetivo por delante: recorrer durante más de 65 horas los más de 4000 kilómetros que separan Sydney de su destino, Perth.
Ya a bordo, el anciano comienza a avanzar por el estrecho pasillo para localizar el número del compartimento que le han asignado. “5B, 5B, 5B…” va murmurando mientras avanza a contracorriente de una multitud cargada con grandes maletas que hacen empequeñecer el ya de por sí reducido espacio del habitáculo. “5B, ¡éste es!”.
El anciano golpea dos veces la puerta de madera y, tras esperar un par de segundos, la desliza a un lateral y se adentra en su compartimento. El espacio es reducido pero parece confortable: dos literas con su correspondiente escalera, una mesa abatible y un amplio ventanal para poder admirar el paisaje. “Perfecto” piensa el anciano mientras desliza su maleta de mano bajo la cama inferior para ganar espacio en el habitáculo.
A más de 2500 kilómetros de distancia, un 25 de diciembre, el sol despunta en el horizonte en Cook, un minúsculo pueblo de casas de madera fundado en pleno outback australiano en torno al una estación de servicio del tren. A su alrededor kilómetros y kilómetros de desierto, arbustos y rocas.
La vida fue una vez próspera en Cook. Sus gentes participaron de la construcción del ferrocarril en 1917 transportando traviesas en camellos y, posteriormente, formando parte de la red de distribución de té y azúcar entre este y oeste del continente como una de las estaciones clave de la línea para repostar combustible. Cook también disponía de hospital propio, destinado a dar servicios a sus ciudadanos y, en caso de accidente, al interminable convoy que discurría por la infinita recta de 478 kilómetros de longitud que atravesaba el pueblo.
Sin embargo, desde que el consumo de diésel en los trenes se redujo y ya no es necesaria la estación de servicio, el pueblo comenzó a vaciarse hasta quedar convertido en un pueblo fantasma. En la actualidad, la actividad de Cook se limita a dar alojamiento a los maquinistas cuando necesitan hacer un alto en su ruta. Ni siquiera el hospital, ahora cerrado, sobrevivió al sangrado de sus habitantes. Dos frases lapidarias coronan las fachadas del hospital y la hospedería a modo de cruel oráculo del funesto destino que le esperaría al pueblo: “Nuestro hospital necesita ayuda, ponte enfermo” y “No hay comida ni combustible en los siguientes 862km”.
James es el hijo de una de las dos familias que aún permanece en el pueblo. Tiene 9 años y desde su cama, espera a que los rayos de sol empiecen a filtrarse entre los tablones de madera que dan forma a su casa. Su madre, en un intento de conciliar más de cinco horas de sueño consecutivas, le pidió que permaneciese en la cama sin hacer ruido hasta que amaneciese y el pequeño hombrecito, obediente, pretende satisfacer a su madre.
Tras un par de minutos de eterna espera, James entorna los ojos y divisa un primer destello a través de los maderos. Acto seguido salta de la cama, se enfunda una camiseta, un pantalón corto, se calza unos botones de suela dura y se lanza al exterior de su cuarto dando un portazo gritando “¡Amaneció, ya amaneció! ¡Mamá, salgo fuera a prepararlo todo!“. Dicho esto, abrió la puerta de la calle y se perdió de vista. Eran las 6:30 de la mañana y había trabajo por hacer… si no se da prisa, el tren pasaría de largo.
James se dirigió a la parte del pueblo más alejada de las vías del tren. Las casas de esa parte del villorrio habían abandonado su antigua función de refugio para pasar a ser dedicadas a realidades más inmediatas: conseguir maderos para mantener las construcciones habitadas en pie. Para eso y, una vez al año, para hacer una señal al tren.
James la emprendió a patadones contra los maderos sueltos de lo que antiguamente había debido formar parte de la verja de una casa. Con un madero bastaría.
Su madre acababa de aparecer entre las casas justo cuando consiguió desenterrar la parte inferior de la tabla. “¡Corre, Jimmy!. Déjame a mí el madero y ve a coger el mazo del taller”- le dijo su madre mientras le alborotaba su pelo negro.
James salió corriendo a más no poder en busca del mazo. ¿Dónde lo habría puesto su padre? ¿Y, dónde estaba su padre? Todos los años igual… ¡se lo iba a volver a perder!
¡Aquí está!-gritó mientras empuñaba el pesado mazo. Estaba saliendo del taller cuando lo divisó: una humareda en el horizonte. “¡Ya viene, mamá! ¡Ya viene!”
James se acercó lo más rápido que el pesado mazo le dejaba a la posición en la que su madre había empezado a hincar el madero. Estaba a unos 3 metros de las vías del tren. Era un buen madero. El maquinista lo vería.
Cuando Jimmy llegó a la altura de su madre, le tendió el mazo y ella, con la habilidad que da la supervivencia extrema, atizó al madero en su cabeza tres veces. No hicieron falta más. El madero quedó lo suficientemente hincado en ese suelo yermo y desértico como para servir a su propósito.
Y así quedaron los dos. Madre e hijo. Esperando sentados junto al madero hincado mientras la humareda se hacía más y más densa. Hasta que los primeros reflejos de la locomotora destellaron en los ojos de Jimmy.
Jimmy se levantó rápidamente y comenzó a agitar los brazos para asegurarse de que el maquinista veía el madero que determinaba que en ese pueblo aún vivía gente… que aún vivía un niño.
La sonrisa que iluminó el rostro de Jimmy al ver como las ruedas comenzaban a chisporrotear frenando el tren fue el momento que su madre escogió para ponerse tras él y, rodeándole el cuello con sus brazos, decirle al oído: ¡Ahí está! ¡Corre a saludarle!
Y así, Jimmy comenzó su carrera a lo largo de las vías levantando su pequeño brazo hacia uno de los coches del tren desde el que un anciano de barba blanca se asomaba con un pequeño saco.
Al paso por el madero hincado, el anciano lanzó el saquito a la madre que, con gran agilidad lo recogió al vuelo, depositándolo a continuación a los pies del madero.
El tren seguía su traqueteo a lo largo de las vías mientras Jimmy saludaba al anciano desde una distancia prudencial. ¡Gracias por venir!-le gritó. Nunca supo si le contestó o no. Juraría que consiguió oír una risotada pero no podía estar completamente seguro.
“¿Y bien?” – le pregunté a mi amigo Jimmy. “¿Qué había en el saquito que aquel anciano barbudo del Indian Pacific llevó hasta Cook?”
No me contestó. Se limitó a lanzarme una sonrisa tímida mientras me mostraba su reloj. Y dicho esto apuró su cerveza y me animó a hacer lo mismo con la mía. No había tampoco mucho tiempo para más. Esa noche yo volvía a Madrid en un vuelo nocturno para pasar la Navidad con mi familia y el regresaba a su ciudad natal.
Recuerdo aquella Navidad repleta de citas con amigos y familiares. Eran muchas las personas a las que quería ver y poco el tiempo para hacerlo. Fue poco menos de una semana el tiempo que transcurrió hasta que mis pasos me llevaron de nuevo a Barajas para coger un vuelo de vuelta a Gatwick.
Cuando llegué el día 3 de enero al trabajo, un pequeño paquete envuelto en papel de regalo rojo esperaba sobre mi mesa. Sobre él, un pequeño sobre con una nota dentro que decía:
“Un cuaderno y un lapicero. Ése fue mi regalo. Un cuaderno en blanco con una nota que contaba la historia de un anciano al que su hijo le había regalado un viaje a Perth para que conociese a su nieto.
Ahora tú tienes mi historia. Es tu turno. Elige a quién contársela. Y no te olvides nunca: vive, siente, ama y comparte tus historias y la gente que te acompaña será tu mejor regalo.
Un fuerte abrazo de tu amigo,
James”
Cinco años después de abrir aquel envoltorio escribo esta historia en las primeras páginas de aquel cuaderno que Jimmy tuvo a bien dejarme antes de marcharse a Australia a seguir con su vida.
He cumplido mi primera parte del trato… Cierro el cuaderno y me dispongo a salir del pub. Ahora sólo queda compartir mi historia con todos aquellos de vosotros a los que el destino vaya trayendo a mi vida. Disfrutemos de nuestras historias juntos.
¡Feliz Navidad!
@Deivid_PM