Un tren a Cook

La Navidad no es un momento ni una estación, sino un estado de la mente

Siempre me han fascinado los cuentos que, pese a emplear pocos personajes y lugares, son capaces de evocar un mundo que, pese a distar kilómetros del nuestro, la imaginación lo acerca hasta que casi puedas acariciarlo con las yemas de los dedos.

Si me paro a pensar creo que podría citar rápidamente 4 o 5 títulos en los que un niño, un anciano, un tren, un pueblo fantasma y una sorpresa son los principales hilos conductores de la trama. Hoy me he levantado nostálgico y, dadas las fechas, me ha parecido apropiado reiniciar mi camino por estos lares con un pequeño cuento navideño que empecé a escribir hace varias navidades.

Se trata de una historia basada en un recuerdo que me ha venido hoy a la mente al saborear una pinta de cerveza en un bar irlandés cercano a la Puerta del Sol. Mi mente me ha jugado una mala pasada y me he visto transportado a otra víspera de Navidad. Una víspera de Navidad en la que me encontraba junto a mi antiguo compañero de trabajo, Jimmy, al abrigo de un oscuro garito londinense de esos que te envuelven con ese olor a humedad agria característico de los pubs irlandeses.

Jimmy venía de Australia y, entre pinta y pinta, me contó una historia de Navidad de su tierra que, 5 años después ha venido a mi memoria… los efluvios de la Guinness, imagino.

Esta historia comienza en la estación de trenes de Sydney Central, Australia, con el jefe de estación gritando aquello de “pasajeros al tren” y con un anciano subiendo al Indian Pacific, un tren formado por 25 coches de viajeros con un objetivo por delante: recorrer durante más de 65 horas los más de 4000 kilómetros que separan Sydney de su destino, Perth.

Ya a bordo, el anciano comienza a avanzar por el estrecho pasillo para localizar el número del compartimento que le han asignado. “5B, 5B, 5B…” va murmurando mientras avanza a contracorriente de una multitud cargada con grandes maletas que hacen empequeñecer el ya de por sí reducido espacio del habitáculo. “5B, ¡éste es!”.

El anciano golpea dos veces la puerta de madera y, tras esperar un par de segundos, la desliza a un lateral y se adentra en su compartimento. El espacio es reducido pero parece confortable: dos literas con su correspondiente escalera, una mesa abatible y un amplio ventanal para poder admirar el paisaje. “Perfecto” piensa el anciano mientras desliza su maleta de mano bajo la cama inferior para ganar espacio en el habitáculo.

A más de 2500 kilómetros de distancia, un 25 de diciembre, el sol despunta en el horizonte en Cook, un minúsculo pueblo de casas de madera fundado en pleno outback australiano en torno al una estación de servicio del tren. A su alrededor kilómetros y kilómetros de desierto, arbustos y rocas.

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La vida fue una vez próspera en Cook. Sus gentes participaron de la construcción del ferrocarril en 1917 transportando traviesas en camellos y, posteriormente, formando parte de la red de distribución de té y azúcar entre este y oeste del continente como una de las estaciones clave de la línea para repostar combustible. Cook también disponía de hospital propio, destinado a dar servicios a sus ciudadanos y, en caso de accidente, al interminable convoy que discurría por la infinita recta de 478 kilómetros de longitud que atravesaba el pueblo.

Sin embargo, desde que el consumo de diésel en los trenes se redujo y ya no es necesaria la estación de servicio, el pueblo comenzó a vaciarse hasta quedar convertido en un pueblo fantasma. En la actualidad, la actividad de Cook se limita a dar alojamiento a los maquinistas cuando necesitan hacer un alto en su ruta. Ni siquiera el hospital, ahora cerrado, sobrevivió al sangrado de sus habitantes. Dos frases lapidarias coronan las fachadas del hospital y la hospedería a modo de cruel oráculo del funesto destino que le esperaría al pueblo: “Nuestro hospital necesita ayuda, ponte enfermo” y “No hay comida ni combustible en los siguientes 862km”.

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James es el hijo de una de las dos familias que aún permanece en el pueblo. Tiene 9 años y desde su cama, espera a que los rayos de sol empiecen a filtrarse entre los tablones de madera que dan forma a su casa. Su madre, en un intento de conciliar más de cinco horas de sueño consecutivas, le pidió que permaneciese en la cama sin hacer ruido hasta que amaneciese y el pequeño hombrecito, obediente, pretende satisfacer a su madre.

Tras un par de minutos de eterna espera, James entorna los ojos y divisa un primer destello a través de los maderos. Acto seguido salta de la cama, se enfunda una camiseta, un pantalón corto, se calza unos botones de suela dura y se lanza al exterior de su cuarto dando un portazo gritando “¡Amaneció, ya amaneció! ¡Mamá, salgo fuera a prepararlo todo!“. Dicho esto, abrió la puerta de la calle y se perdió de vista. Eran las 6:30 de la mañana y había trabajo por hacer… si no se da prisa, el tren pasaría de largo.

James se dirigió a la parte del pueblo más alejada de las vías del tren. Las casas de esa parte del villorrio habían abandonado su antigua función de refugio para pasar a ser dedicadas a realidades más inmediatas: conseguir maderos para mantener las construcciones habitadas en pie. Para eso y, una vez al año, para hacer una señal al tren.

James la emprendió a patadones contra los maderos sueltos de lo que antiguamente había debido formar parte de la verja de una casa. Con un madero bastaría.

Su madre acababa de aparecer entre las casas justo cuando consiguió desenterrar la parte inferior de la tabla. “¡Corre, Jimmy!. Déjame a mí el madero y ve a coger el mazo del taller”- le dijo su madre mientras le alborotaba su pelo negro.

James salió corriendo a más no poder en busca del mazo. ¿Dónde lo habría puesto su padre? ¿Y, dónde estaba su padre? Todos los años igual… ¡se lo iba a volver a perder!

¡Aquí está!-gritó mientras empuñaba el pesado mazo. Estaba saliendo del taller cuando lo divisó: una humareda en el horizonte. “¡Ya viene, mamá! ¡Ya viene!”

James se acercó lo más rápido que el pesado mazo le dejaba a la posición en la que su madre había empezado a hincar el madero. Estaba a unos 3 metros de las vías del tren. Era un buen madero. El maquinista lo vería.

Cuando Jimmy llegó a la altura de su madre, le tendió el mazo y ella, con la habilidad que da la supervivencia extrema, atizó al madero en su cabeza tres veces. No hicieron falta más. El madero quedó lo suficientemente hincado en ese suelo yermo y desértico como para servir a su propósito.

Y así quedaron los dos. Madre e hijo. Esperando sentados junto al madero hincado mientras la humareda se hacía más y más densa. Hasta que los primeros reflejos de la locomotora destellaron en los ojos de Jimmy.

Jimmy se levantó rápidamente y comenzó a agitar los brazos para asegurarse de que el maquinista veía el madero que determinaba que en ese pueblo aún vivía gente… que aún vivía un niño.

La sonrisa que iluminó el rostro de Jimmy al ver como las ruedas comenzaban a chisporrotear frenando el tren fue el momento que su madre escogió para ponerse tras él y, rodeándole el cuello con sus brazos, decirle al oído: ¡Ahí está! ¡Corre a saludarle!

Y así, Jimmy comenzó su carrera a lo largo de las vías levantando su pequeño brazo hacia uno de los coches del tren desde el que un anciano de barba blanca se asomaba con un pequeño saco.

Al paso por el madero hincado, el anciano lanzó el saquito a la madre que, con gran agilidad lo recogió al vuelo, depositándolo a continuación a los pies del madero.

El tren seguía su traqueteo a lo largo de las vías mientras Jimmy saludaba al anciano  desde una distancia prudencial. ¡Gracias por venir!-le gritó. Nunca supo si le contestó o no. Juraría que consiguió oír una risotada pero no podía estar completamente seguro.

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“¿Y bien?” – le pregunté a mi amigo Jimmy. “¿Qué había en el saquito que aquel anciano barbudo del Indian Pacific llevó hasta Cook?”

No me contestó. Se limitó a lanzarme una sonrisa tímida mientras me mostraba su reloj. Y dicho esto apuró su cerveza y me animó a hacer lo mismo con la mía. No había tampoco mucho tiempo para más. Esa noche yo volvía a Madrid en un vuelo nocturno para pasar la Navidad con mi familia y el regresaba a su ciudad natal.

Recuerdo aquella Navidad repleta de citas con amigos y familiares. Eran muchas las personas a las que quería ver y poco el tiempo para hacerlo. Fue poco menos de una semana el tiempo que transcurrió hasta que mis pasos me llevaron de nuevo a Barajas para coger un vuelo de vuelta a Gatwick.

Cuando llegué el día 3 de enero al trabajo, un pequeño paquete envuelto en papel de regalo rojo esperaba sobre mi mesa. Sobre él, un pequeño sobre con una nota dentro que decía:

“Un cuaderno y un lapicero. Ése fue mi regalo. Un cuaderno en blanco con una nota que contaba la historia de un anciano al que su hijo le había regalado un viaje a Perth para que conociese a su nieto. 

Ahora tú tienes mi historia. Es tu turno. Elige a quién contársela. Y no te olvides nunca: vive, siente, ama y comparte tus historias y la gente que te acompaña será tu mejor regalo.

Un fuerte abrazo de tu amigo,

James”

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Cinco años después de abrir aquel envoltorio escribo esta historia en las primeras páginas de aquel cuaderno que Jimmy tuvo a bien dejarme antes de marcharse a Australia a seguir con su vida.

He cumplido mi primera parte del trato… Cierro el cuaderno y me dispongo a salir del pub. Ahora sólo queda compartir mi historia con todos aquellos de vosotros a los que el destino vaya trayendo a mi vida. Disfrutemos de nuestras historias juntos.

¡Feliz Navidad!

@Deivid_PM

Estrellas

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         Look at the stars
Look how they shine for you
And everything you do
Yeah they were all yellow – Coldplay

 

Me fascinan las estrellas. Desde que tengo uso de razón.

Lejanas pero siempre presentes, esperan pacientes para iluminar con su brillo la mirada de todo aquel que se atreva a alzar la vista hacia ellas.

A lo largo de mi vida he pasado muchas noches contemplándolas desde el pequeño universo que recorren mis pasos al ponerse el sol. Pocas cosas me producen mayor sensación de paz que caminar sobre el asfalto recalentado bajo su atenta mirada en una noche de verano. Sin coches. Sin gente. Yo, solo con ellas y tarareando una buena canción de vuelta a casa. Es la mejor manera que tengo de ordenar mis pensamientos.

We all shine

De vez en cuando me gusta apartarme de la gran ciudad, llena de luces artificiales y distracciones, para contemplarlas en su danza nocturna. Me gusta imaginar que, aunque han sido millones los ojos que se han posado en ellas antes que yo, en ese mismo instante, ellas bailan al son de la música de mis auriculares.

Quizá lo que más atrae de ellas es el hecho de que cada una de ellas tiene una historia detrás, una historia que contar a cualquiera que esté dispuesto a escucharla. A mí, personalmente, siempre me ya gustado el mito de Casiopea. Quien sabe por qué. Quizá por lo fácil que es identificar esa W o M en el cielo nocturno. Quizá porque en el mito aparecen y mueren más personajes que en un capítulo de Juego de Tronos (además, la mitad de ellos son familia). Quizá porque fue el primer mito que escuché tendido sobre una esterilla en mitad de un campo de trigo que atravesamos al más puro estilo Gladiator. El hecho es que me gusta su historia.

Casiopea era conocida por su gran belleza. O al menos ella se jactaba de que su belleza era superior a la de las Nereidas, ninfas del Mar Mediterráneo e hijas de Poseidón, dios de los mares. Se ve que no tenía abuela.

El caso es que, como no podía ser de otra forma, las nereidas se enfadan -Menudas son ellas-, bajan al fondo del mar (¡¡¡BOB ESPONJA!!!!. Perdón, no sé que me pasa cada vez que leo fondo del mar ¡¡¡BOB ESPONJA!!!… Vale, ya me callo) y le cuentan a Poseidón que Casiopea va diciendo por ahí que ella es más guapa que sus hijas.  Y se lía parda. A Poseidón le entra la rabieta típica de los dioses y decide mandar a Cetus, el gran monstruo marino, para castigar tal ofensa.

Que escúchame Poiseidón. Entre tú y yo. Mandar a Cetus por esa chiquillada es pasarse tres pueblos. Yo entiendo que las nereidas te pusieron la cabeza loca y que algo tenías que hacer pero, ¿Cetus?. Posei macho, que Cetus no era precisamente un salmonete enfadado. Que Cetus era una especie de ballena gigante con cola de pez, cuerpo y garras de león, cabeza de águila (se entiende que muy grande también porque si no quedaría un monstruo bastante soso, tirando a ridículo) y lengua de serpiente. Que, ojo, así de primeras, no me parece muy diferente a lo que se puede encontrar en cualquier discoteca de Londres a partir de las 2 de la mañana. Eso sí, lo que no me imagino es que clase de antros había en la antigua Grecia para que Cetus pudiera encontrar con quien pasar una noche de desenfreno y tener como hijos al Cancerbero (el perro de tres cabezas que guarda la entrada al inframundo), a las gorgonas (Medusa entre ellas. Sí, esa que no usaba acondicionador y por eso le salieron serpientes en el pelo y petrificaba a todo aquel que la mirara a los ojos) y a hidra (ese bichejo espantoso con cuerpo de perro y nueve cabezas de serpiente). Todos dignos de ingresar en hermano mayor, vamos.

Lo dicho. Que se te fue la mano. Te pasaste tres pueblos y claro, una vez que mandas a Cetus, yo entiendo que te de cosilla llamarle al chiquillo de vuelta y decirle «lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir». Pasa en las mejores familias.

Vuelvo a la historia, que me lío yo solo. Ahora imaginémonos por un momento la situación. Casiopea y Cefeo, su marido, saben que Poseidón ha mandado a un mega monstruo marino a Etiopía (en aquel entonces Etiopía tendría mar, no me fastidieis la historia) para castigarles y destrozar su reino. ¿Qué hacen? Pues lo que haría cualquiera: Contactar con el oráculo de Amón, el Sandro Rey de la época.

¿Y qué os imagináis que les dice el oráculo? Pues que sacrifiquen a su hija. Ole, ole y ole. Plas plas plas aplausos mil. Que gran oráculo el de Amón. ¡Qué Amón con pintas!. Yo, sinceramente, creo que todas las visitas a los oráculos se hacían el día de los Santos Inocentes, si no, no se entiende. Total, que como se lo ha dicho el oráculo y lo que dice un oráculo, por muy hasta las cejas de crack que esté, hay que cumplirlo; pues Casiopea y Cefeo deciden sacrificar a Andrómeda y ofrecérsela como alimento a Cetus.

Yo me imagino que tuvo que pasar algo como esto: ambos se reúnen una noche con Andrómeda y le dicen que lo sienten, que este verano no pueden ir a Disneylandia pero que, a cambio, le regalan un par de joyas y unas bonitas cadenas.

Lo que ya no sé es por qué no empezó a sospechar antes. Entiendo que lo de las cadenas no dé ninguna pista a Andrómeda así de primeras pero, lo de que te obliguen a quitarte la ropa, ponerte las joyas y encaminarte al mar desnuda… call me crazy, pero, si no le olió algo a chamusquina en ese momento, es que algo andaba muy mal en esa familia. El caso es que allí la dejaron. Amarrada a un acantilado a la espera de morir a manos de Cetus. Lo que nadie cuenta es el número de días que se tiró allí sola.

Perseo, que un día pasó volando a lomos de Pegaso (que, casualmente, había nacido de un chorro de sangre que brotó cuando le cortó la cabeza a Medusa; que, recordemos, era hija de Cetus), se enamoró de la joven cautiva. Y, como haría cualquier loco enamorado, antes de liberarla, va a hablar con Cefeo y Casiopea para pedirles la mano de su hija no vaya a ser que se vaya a pelear con un monstruo para nada. Perseo se enamora. Sí, de acuerdo. Pero, si se va a casar con otro, que la salve él… ¡estaría bueno!.

Al final, aunque Andrómeda ya estaba comprometida con su tío Fineo (os dije que algo raro había en esa familia), accedieron a dar la mano de Andrómeda a Perseo si le salvaba de Cetus. Perseo, con las cosas ya claras y ahora ya sí enamorado de verdad de la buena, utilizó la cabeza degollada de Medusa para vencer a Cetus, convirtiéndolo en coral, salvando la vida de Andrómeda. Perseo, una vez la muchacha estuvo a salvo, reclamó a Casiopea y Cefeo que cumplieran con su parte del trato y se organizó un gran banquete de bodas que no tuvo nada que envidiar a la Boda Roja.

Durante la celebración del banquete llegó Fineo y comenzó una batalla entre quienes apoyaban el enlace y los partidarios de Fineo. Perseo mató a muchos, pero, al ver la inferioridad numérica de su bando (no le había dado tiempo a avisar a sus amigotes), no tuvo más remedio que emplear la cabeza de Medusa (sí, estáis pensando lo mismo que yo: debía dormir con la cabeza bajo la almohada) para convertir en piedra a Fineo y a los que lo acompañaban.

Despues de este bonito enlace, Perseo y Andrómeda se fueron a vivir a Argos, donde fueron felices (o todo lo felices que puede llegar a ser alguien que se desposa con otro que ha petrificado a la mitad de tus parientes) y tuvieron siete hijos.

Y así podría haber acabado todo, pero no. Las nereidas, a las que todo esto les debió parecer poco, siguieron erre que erre y Poseidón, para no dejar a Casiopea sin castigo, la situó en los cielos atada a una silla en una posición tal que, al rotar la bóveda celeste, queda cabeza abajo la mitad del tiempo.

Y allí sigue.

Estrellas

Lo bueno del cielo es que está cubierto por completo de estrellas, constelaciones e historias. Puede que, a primera vista, parezca que todas ellas hayan guiado de vuelta a casa a múltiples navegantes antes que a nosotros y es posible que, muchas de ellas, ya hayan sido musas de otros. Lo que es seguro es que siempre hay una estrella sin historia.

Yo, que la inspiración sólo la encuentro en el fondo de un vaso de gin tonic y dado que renuncié a mi vida de lobo de mar cuando me enamoré de Malasaña, me gusta siempre hacer esta pregunta a quienquiera que se encuentre conmigo contando estrellas: Para ti, ¿cuál es la estrella que brilla más?

Porque, como ocurre con las mujeres, siempre hay una que brilla más que ninguna. Una estrella que brilla por y para ti. Sólo hace falta sentarse, observar su despertar y dejar que ella sea quien guíe tus pasos de vuelta a casa.

Esta noche, el cielo de Londres parece iluminado por miles de luciérnagas y, desde el balcón de mi habitación, alcanzo a ver a Casiopea. Y me acuerdo de ella. Lejana pero siempre presente. Iluminando la mirada y marcando el rumbo de este errante expatriado.

Las chicas son magníficas

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Hay dos tipos de mujeres, diosas y porteras – Pablo Picasso

Aunque parezca inaudito, durante estas últimas semanas ha habido un tema recurrente en las conversaciones con mis amigos y no, no ha girado en torno al curioso fenómeno culinario por el que todas las cartas de restaurantes españoles adornan sus platos con una reducción de Pedro Ximémez. Es un dato interesante, pero no. Lo siento.

Nuestro tema de conversación ha girado en torno a las mujeres. Lo sé, os he sorprendido. Esto sí que no os lo esperabais.

miradas

La primera conclusión de la reunión ha sido que debemos montar un bar, que es un negocio en el que nadie ha pensado aún y que, llevado por nosotros, mentes serenas y poco dadas a los excesos, nos proporcionaría una ingente cantidad de beneficios. Barajamos también la (totalmente improbable) posibilidad de fracaso, pero tampoco le dedicamos más tiempo del que tardamos en darnos cuenta de que, al menos, habría botellas que vaciar antes de echar definitivamente el cierre.

La segunda conclusión fue más contundente: Las chicas son magníficas. Y nosotros sus mejores fans.

Como buenos hombres de ciencias que somos, echamos un número gordo para calcular el número medio de días por semana que podríamos quedarnos embobados con vosotras. Nos salieron treinta y tantos. Noches incluidas.

Quisimos hacer otro número, por aquello de desconfiar del primer resultado, pero tuvimos miedo de habernos quedado cortos. Y es que, simplemente, hay cosas de vosotras que nos conquistan:

1) Nos gustan las miradas de complicidad. Profundas. Esas miradas con las que sabemos que estáis hablando con nosotros. No importa si habláis de cosas que os importan, de la última tontería conjunta o del frio que hace en Ridruejo del Horcajo. Esa mirada va dirigida a nosotros y así la disfrutamos.

2) Nos gustan las sonrisas. La gente seria está muy bien en las pelis de gangsters y en las reuniones de vecinos. En el día a día preferimos tratar con mujeres alegres.

3) Nos gusta salir con vosotras los días de lluvia. Nos encanta la manera en la que la lluvia os riza el pelo y que nos sigáis reprochando que olvidáramos llevar el paraguas. Lo admito, en mi caso, no es un problema de memoria. Me encanta veros bailar bajo la lluvia.

bajo la lluvia

4) Nos gustan las mujeres que nos envenenan con su perfume y son fieles a su colonia. Desconfiad de una mujer que cambia de colonia frecuentemente. Es un asunto turbio. Probablemente mate gatitos en sus ratos libres y le guste dejar abierto el tubo de la pasta de dientes.

5) Nos gustan las mujeres que saben bailar. Cuando ponemos la mano en la espalda de nuestra pareja y nos da la sensación de que más abajo de la mano no hay nada, ni trasero, ni piernas, ni pies, ni nada, es que la chica es una bailarina fenomenal.

6) Nos gustan las mujeres sin sentido del ridículo que se saben seguras de sí mismas y que son capaces de hacer el loco ante tu atónita mirada… y lo que es peor, hacerte enloquecer a ti en un batir de sus pestañas.

7) Nos gustan las mujeres que dominan sus andares.

8) Nos gustan las mujeres que nos ofrecen un pedazo de sus vidas y nos dejan asomarnos a su interior.

9) Nos gustan las mujeres que no buscan en nosotros a Ryan Gosling.

10) Nos gustan las mujeres que apagan el móvil en el cine aunque la película sea de Bruce Willis, se llame Jungla de Cristal y el título esté acompañado por un número cercano a la decena. (Bruce, confiamos en ti. Prosigue con tu legado).

11) Nos gustan las mujeres que saben bares que desconocemos. Y nos encanta ser elegidos para descubrirlos con ellas.

12) No nos gusta que las mujeres compartan nuestro postre.

13) En realidad hay división en el punto anterior. Hay hombres a los que les gusta compartirlos y otros que son capaces de clavar un tenedor en el dorso de cualquier mano intrépida que se acerque a menos de tres cuartas de su plato. Podéis probar pero luego no digáis que no os lo advertí.

14) Nos gustan las mujeres que beben. Tampoco queremos que nos tumben (seguimos hablando de beber), pero una conversación al abrigo de un gin-tónic siempre es más interesante. Nos permite imaginar a qué sabrá la ginebra probada de vuestros labios.

15) Nos gusta ese primer momento en el que jugáis con el pelo delante nuestra cuando nunca antes os hemos visto jugar con él.

rizando pelo

16) Nos gustan las mujeres con las cosas claras.

17) Y si comparten sus pensamientos con nosotros mucho más.

18) En serio, si los compartís, mucho mejor. No somos adivinos.

19) Nos gustan las mujeres a las que no les importa el qué dirán. Lo anterior es aplicable a cualquier circunstancia excepto si se usa como argumento para llevar pamela en una boda.

juno

20) Nos gustan vuestras estanterías. Podríamos pasar horas con vosotras y no sabríamos ni la décima parte de lo que aprendemos con un simple vistazo a vuestras estanterías. Ahí lo dejo.

21) Nos gustan las mujeres que recomiendan buenos libros. Y si después de tres títulos no han nombrado a Paulo Coelho podemos caer perdidamente enamorados.

22) Nos gustan las mujeres que duermen por lo menos seis horas.

23) Nos gustan las mujeres que no remolonean en la cama.

24) Excepto si es domingo y nos invitan a que remoloneemos con ellas.

lying on the road

25) Nos gustan las mujeres que nos hacen la vida fácil y que no buscan batalla fuera de la cama.

26) Nos gustan las mujeres con sentido del humor.

27) Nos gustan las mujeres que aceleran las manillas del reloj cuando estás con ellas.

28) Nos gustan las mujeres que mandan un mensaje de “Estoy llegando” cuando no han salido siquiera de su casa. Y sí, nos gusta hacernos los ofendidos para que nos saludéis con un beso a modo de disculpa.

29) Nos gustan las mujeres que no compiten con nuestros amigos.

30) Nos gustan las mujeres que dicen no saber que es un fuera de juego. Aunque sea mentira.

31) Nos gustan las mujeres que se marchan sabiendo que las volverás a llamar.

32) Nos gustan las mujeres con iniciativa.

32) Nos gustan las mujeres que disfrutan saliendo con sus amigas tanto o más que nosotros con nuestros amigos.

34) Nos gustan las mujeres que nos hacen recordar cada una de las noches que pasamos con ellas.

35) Pero, sobre todo, nos gustan las mujeres que desayunan con nosotros.

@Deivid_PM

PD. Las palabras culo y tetas salieron un par de veces también en la conversación. Podría hacer otro número gordo pero temo que me volvería a quedar corto.

Si quieres bailamos

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 Alguien preguntaba: «¿Cuál es tu primer recuerdo?»
 Y ella respondía: «no me acuerdo.»

Casi todo  el mundo lo tomaba a broma, aunque algunos sospechaban que se hacía la lista. Pero ella lo decía en serio.

-Sé lo que quieres decir -decían los comprensivos, disponiéndose a explicar y simplificar-. Siempre hay un recuerdo detrás del primero que te impide llegar a él.

Pero no: ella tampoco quería decir eso. Tu primer recuerdo no era algo como el primer sujetador, o el primer amigo, o el primer beso,  o el primer polvo, o el primer matrimonio, o el primer hijo, o la muerte de uno de tus padres, o la primera intuición súbita de la lancinante desesperanza de la condición humana; no era nada de eso.

Julian Barnes – England England

Tal y como le ocurre a Martha Cochrane, los recuerdos, en el mejor de los casos, se me entrelazan en la memoria y, en el peor, se crean a base de fotografías antiguas.

recuerdos

Siempre he creído que el cerebro nos traiciona cuando posamos nuestros ojos por primera vez una de esas fotografías. Ese álbum ajado que tus padres guardan en una estantería es, sin duda alguna, una máquina de crear recuerdos. Que sucedieran o no, es lo de menos. Una vez que la fotografía ha sido interiorizada, el cerebro (al menos el mío) tiende a buscar momentos inmediatamente anteriores y posteriores que den credibilidad a la fotografía, creándose así una red de recuerdos ordenados sin ton ni son que hacen imposible llegar al primer recuerdo. Al origen.

No obstante todos tenemos un primer recuerdo sobre casi todo. Basta con hacer una pregunta concreta para que la mente seleccione un recuerdo de esa maraña. Uno concreto. Seguro que no es el primer recuerdo, pero es el primero que recuerdas acerca del tema en cuestión.

Si me preguntas por un baile, tengo claro el mío.

dirty dancingEl primer recuerdo de mi infancia relacionado con el baile me traslada al sofá de mis abuelos. Temporalmente situado en «la hora de la siesta» del año catapúm. Obviamente yo era un niño, pero no un niño cualquiera. Yo era, lo que se conoce coloquialmente como un «la-leche-con-el-niño».

Mi abuelo solía tener la costumbre de dormir la siesta viendo películas en las que no salía la Bruja Avería, Don Pimpón o los Trotamúsicos, algo inconcebible para un niño de mi edad; así que, para garantizar que sus nietos se culturizaran, dormía con el mando de la tele pegado con loctite a su regazo. Obviamente yo quería cambiar de canal y, obviamente, por mi cabeza desfilaban a la velocidad del rayo las posibles consecuencias de tal temeridad. Era en ese momento cuando me transportaba a un mundo regido por las mismas reglas que los libros de «elige tu propia aventura»: Había una opción en la que salías vivo de la historia, otra en la que morías instantáneamente y una tercera en la que te creías vencedor y acababas muerto porque sí.

El hecho es que cambié de canal. Y, por supuesto, mi abuelo se despertó. El hecho de enredarse, cual sardina en una red pesquera, con los tapetes de macramé con los que mi abuela forraba los sillones, no ayudó. Me espetó que no se debía despertar a nadie en la hora de la siesta y yo le respondí que la hora dejaba de ser hora a los sesenta minutos.

Fue entonces cuando abuelo y nieto se giraron hacia la televisión y vieron a un hombre con sombrero enfundado en un traje despidiéndose de una mujer en el umbral de su casa. Él, una vez ella cierra la puerta, empieza a cantar y bailar como un loco por una calle en pleno diluvio universal. El bueno de Gene Kelly hacía su aparición en mi vida. En aquel momento lo consideré un pringao por hacer cosas tan tontas después de dejar a una chica en su portal.

Varios años y un par de gin tónics más tarde era yo quién bailaba sobre las aceras de Madrid.

Fue ese cruce de miradas cómplices lo que se quedó anclado en mi memoria.

¿Compartir una mirada cómplice con un niño que sólo quería cantar con Chema el panadero?. Puede que tengáis razón. Puede que quizá sólo me mirara mientras consideraba seriamente si robarme el huevo kinder de la merienda por haberle despertado o, quizá, su mirada reflejara el sentimiento de aquel que ya ha pasado por aquello y empezara a calcular cuánto le quedaba a su nieto para empezar a hacer esas locuras.

Dance

Con mi abuelo aprendí a bailar cuando las cosas salen bien, descubrí el encanto que esconde el portal de la casa de la chica de tus sueños. ¡Qué diablos!, hilando muy fino, podríamos incluso decir que él fue mi introductor a las noches de jarana y discotecas.

Bailes y noches. Noches y bailes.

dance

La noche siempre ha sido mi aliada y compañera. Una silenciosa confidente que me arropaba bajo su manto cuando todo el mundo dormía, mientras yo brincaba por las calles tras haber conseguido robarle un par de sonrisas y besos a la chica del bar. Las estrellas de Madrid bailaban sobre un cielo contaminado y yo me consideraba feliz acompañándolas. Todo se movía al son de la música.

Aún era pronto. Pronto para volver a casa. Pronto para dejar de soñar. Pronto para descubrir que no volverías a ver a aquella chica.

Alfie

Afortunadamente siempre hay algún refugio para almas descarriadas (que, afortunadamente, tampoco son pocas) que te invita a despedir el día y a abrazar la madrugada. Benditos santuarios de la noche, abrigo de sonámbulos y sirenas de la noche.

dancing girl

Con el paso del tiempo un ojo entrenado aprende a distinguir estos templos de los del resto de antros, tabernas, bares, garitos, cantinas, tascas, pubs, bodegas, mesones, cervecerías, clubes y discotecas. Encrucijadas allí donde la rutina se encuentra con la espontaneidad, donde la amistad se fragua a sorbos de ginebra, donde la sed y la música se funden en una pista de baile. Atalayas que iluminan las noches de quienes saben interpretar sus señales.

Puedes aproximarte o alejarte de la pista, eres libre de acodarte en la barra o retorcerte en la vorágine pero si no vas a venir, avísame pronto, que yo quiero bailar.


Si las luces de discoteca hablaran, tendrían infinidad de historias sobre nosotros. Mudas testigos de la noche, han presenciado insensatos entrar e ir directos a la pista de baile poseídos por el espíritu de Georgie Dann, han alertado con sus destellantes colores  a incautos que se acercaban demasiado a ese grupo de chicas que no iban a deshacer su círculo de amistad por él, se han atenuado para ofrecer una tregua a los inconscientes que buscábamos en la barra la poción mágica que nos permitiera acercarnos a hablar con aquella chica cuyos ojos parecían haberse bebido todo el blue tónic del bar. Creedme, a vosotros también os pasaría.

Y a veces se encienden implacables.

Es entonces cuando llega ese momento fatídico de la noche en el que la música se para y el hechizo se rompe. Las puertas se abren al mundo real y fuera, la calle acoge a los últimos espectros de la noche. Funambulistas que comienzan su particular baile del alambre conscientes de que no queda noche para más que un último baile.

mad men

Recuerdos, bailes y gin tónics. Siempre vuelvo a caer. El alambre nunca fue mi fuerte pero tengo lista mi camisa y zapatos, ahora sólo queda que vengas tú y me lleves al baile.

Dime que te cuesta decirme vale.

@Deivid_PM

Tic Tac

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Grow old with me.
Let us share what we see
– Tom Odell

Sigiloso e invisible, el tiempo es testigo de todas nuestras desgracias y felicidades.

El tiempo es ese instante de placer a la vuelta del trabajo cuando te arrojas al sofá con lo puesto.

El tiempo son esos cinco minutos de remoloneo en la cama al despertarse cada mañana.

El tiempo es el momento de duda hasta que por fin te decides a besar a esa chica.

El tiempo es la porción de vida que ha pasado entre lo último que recuerdas de tu noche de borrachera y tu resaca mañanera.

El tiempo es aquello que transcurre mientras tú te dedicas a vivir tu vida en paz y armonía pensando que eres un chaval hasta que un día te da por hacer deporte y te levantas con agujetas en las uñas de los pies. Es entonces cuando el tiempo se quita su manto invisible y se descojona en tu cara. Durante varios días.

growing upY aunque te empeñes en ignorarlo, el tiempo te tiene guardada una buena sorpresa anual para recordarte que él sigue contando, incansable, sumando todos y cada uno de los minutos, días y meses que tú te empeñas en ignorar esperando a que llegue el fin de semana: Tu cumpleaños.

Por mucho que nos empeñemos no podemos parar el tiempo, ni siquiera podemos evitar echar la vista atrás y sentir un terrible vértigo al comprobar qué rápido ha pasado todo.

A mis recién estrenados 29 años les parece increíble que ya lleve tres meses viviendo en Londres. Me parece increible que hace cinco años empezara mi carrera profesional y laboral tras la facultad, un espejismo del que logramos sobrevivir y que, ahora, a toro pasado, queda reducido a una exhalación. El colegio ya es una pizca de sal en el mar en el que se ha convertido mi memoria y mi primer recuerdo es prácticamente inaccesible, encontrándose enmarañado en el caos de mi mente.

Todas estas etapas han marcado mi vida de una u otra manera, me han hecho comprender el mundo tal y como lo entiendo hoy en día y, en todas ellas, siempre ha habido unos pilares imprescindibles acompañándome en cada compás que el segundero se encargaba de marcar. En todas ellas habéis estado vosotros: Mis amigos. Creciendo y compartiendo todas y cada una de mis aventuras. Mis alegrías y mis penas. Mis días dorados y mis días grises. Mis borracheras y mis resacas…

Del colegio aprendí que no importa si nos conocemos desde parvulitos o si nos conocimos en los últimos años tras lo que considerábamos lo imposible: juntar a gente del A y del B en una misma clase.

La facultad me enseñó que el mundo no es lo suficientemente grande como para romper las amistades que allí se forjaron.

De mi anterior trabajo aprendí que la mejor manera de trabajar es entre amigos, apoyándose los unos en los otros en los momentos malos y aprovechando los buenos momentos que se nos ofrecían para exprimirlos al máximo.

Mis aventuras vacacionales me descubreron que existen personas que conoces durante un verano, y pueden salvarte del más crudo de los inviernos.

De mi breve estancia en Londres aún sigo aprendiendo pero, a los que lleguéis, os estoy esperando ansioso.

sucederas

Gracias a todos por haber crecido junto a mí y seguir ofreciéndome vuestra amistad cada día. Espero que sigamos compartiendo muchos años y aventuras juntos, que el vértigo pase y disfrutemos del viaje que los ventitodos me tienen preparado.

El tiempo podrá seguir con su cuenta y su constante tic tac, podremos crecer, cambiar de aspecto, juntarnos, alejarnos; pero ante todo, no dejemos que el tiempo nos cambie.

@Deivid_PM