Etiquetas
abuelo, baile, closing time, dirty dancing, fotografia, gene kelly, georgie dann, la sonrisa de julia, llevame al baile, muevelo, pereza, quiero bailar, recuerdo, semisonic, si quieres bailamos, singing in the rain, solo quiero bailar, zenttric
Alguien preguntaba: «¿Cuál es tu primer recuerdo?»
Y ella respondía: «no me acuerdo.»Casi todo el mundo lo tomaba a broma, aunque algunos sospechaban que se hacía la lista. Pero ella lo decía en serio.
-Sé lo que quieres decir -decían los comprensivos, disponiéndose a explicar y simplificar-. Siempre hay un recuerdo detrás del primero que te impide llegar a él.
Pero no: ella tampoco quería decir eso. Tu primer recuerdo no era algo como el primer sujetador, o el primer amigo, o el primer beso, o el primer polvo, o el primer matrimonio, o el primer hijo, o la muerte de uno de tus padres, o la primera intuición súbita de la lancinante desesperanza de la condición humana; no era nada de eso.
Julian Barnes – England England
Tal y como le ocurre a Martha Cochrane, los recuerdos, en el mejor de los casos, se me entrelazan en la memoria y, en el peor, se crean a base de fotografías antiguas.
Siempre he creído que el cerebro nos traiciona cuando posamos nuestros ojos por primera vez una de esas fotografías. Ese álbum ajado que tus padres guardan en una estantería es, sin duda alguna, una máquina de crear recuerdos. Que sucedieran o no, es lo de menos. Una vez que la fotografía ha sido interiorizada, el cerebro (al menos el mío) tiende a buscar momentos inmediatamente anteriores y posteriores que den credibilidad a la fotografía, creándose así una red de recuerdos ordenados sin ton ni son que hacen imposible llegar al primer recuerdo. Al origen.
No obstante todos tenemos un primer recuerdo sobre casi todo. Basta con hacer una pregunta concreta para que la mente seleccione un recuerdo de esa maraña. Uno concreto. Seguro que no es el primer recuerdo, pero es el primero que recuerdas acerca del tema en cuestión.
Si me preguntas por un baile, tengo claro el mío.
El primer recuerdo de mi infancia relacionado con el baile me traslada al sofá de mis abuelos. Temporalmente situado en «la hora de la siesta» del año catapúm. Obviamente yo era un niño, pero no un niño cualquiera. Yo era, lo que se conoce coloquialmente como un «la-leche-con-el-niño».
Mi abuelo solía tener la costumbre de dormir la siesta viendo películas en las que no salía la Bruja Avería, Don Pimpón o los Trotamúsicos, algo inconcebible para un niño de mi edad; así que, para garantizar que sus nietos se culturizaran, dormía con el mando de la tele pegado con loctite a su regazo. Obviamente yo quería cambiar de canal y, obviamente, por mi cabeza desfilaban a la velocidad del rayo las posibles consecuencias de tal temeridad. Era en ese momento cuando me transportaba a un mundo regido por las mismas reglas que los libros de «elige tu propia aventura»: Había una opción en la que salías vivo de la historia, otra en la que morías instantáneamente y una tercera en la que te creías vencedor y acababas muerto porque sí.
El hecho es que cambié de canal. Y, por supuesto, mi abuelo se despertó. El hecho de enredarse, cual sardina en una red pesquera, con los tapetes de macramé con los que mi abuela forraba los sillones, no ayudó. Me espetó que no se debía despertar a nadie en la hora de la siesta y yo le respondí que la hora dejaba de ser hora a los sesenta minutos.
Fue entonces cuando abuelo y nieto se giraron hacia la televisión y vieron a un hombre con sombrero enfundado en un traje despidiéndose de una mujer en el umbral de su casa. Él, una vez ella cierra la puerta, empieza a cantar y bailar como un loco por una calle en pleno diluvio universal. El bueno de Gene Kelly hacía su aparición en mi vida. En aquel momento lo consideré un pringao por hacer cosas tan tontas después de dejar a una chica en su portal.
Varios años y un par de gin tónics más tarde era yo quién bailaba sobre las aceras de Madrid.
Fue ese cruce de miradas cómplices lo que se quedó anclado en mi memoria.
¿Compartir una mirada cómplice con un niño que sólo quería cantar con Chema el panadero?. Puede que tengáis razón. Puede que quizá sólo me mirara mientras consideraba seriamente si robarme el huevo kinder de la merienda por haberle despertado o, quizá, su mirada reflejara el sentimiento de aquel que ya ha pasado por aquello y empezara a calcular cuánto le quedaba a su nieto para empezar a hacer esas locuras.
Con mi abuelo aprendí a bailar cuando las cosas salen bien, descubrí el encanto que esconde el portal de la casa de la chica de tus sueños. ¡Qué diablos!, hilando muy fino, podríamos incluso decir que él fue mi introductor a las noches de jarana y discotecas.
Bailes y noches. Noches y bailes.
La noche siempre ha sido mi aliada y compañera. Una silenciosa confidente que me arropaba bajo su manto cuando todo el mundo dormía, mientras yo brincaba por las calles tras haber conseguido robarle un par de sonrisas y besos a la chica del bar. Las estrellas de Madrid bailaban sobre un cielo contaminado y yo me consideraba feliz acompañándolas. Todo se movía al son de la música.
Aún era pronto. Pronto para volver a casa. Pronto para dejar de soñar. Pronto para descubrir que no volverías a ver a aquella chica.
Afortunadamente siempre hay algún refugio para almas descarriadas (que, afortunadamente, tampoco son pocas) que te invita a despedir el día y a abrazar la madrugada. Benditos santuarios de la noche, abrigo de sonámbulos y sirenas de la noche.
Con el paso del tiempo un ojo entrenado aprende a distinguir estos templos de los del resto de antros, tabernas, bares, garitos, cantinas, tascas, pubs, bodegas, mesones, cervecerías, clubes y discotecas. Encrucijadas allí donde la rutina se encuentra con la espontaneidad, donde la amistad se fragua a sorbos de ginebra, donde la sed y la música se funden en una pista de baile. Atalayas que iluminan las noches de quienes saben interpretar sus señales.
Puedes aproximarte o alejarte de la pista, eres libre de acodarte en la barra o retorcerte en la vorágine pero si no vas a venir, avísame pronto, que yo quiero bailar.
Si las luces de discoteca hablaran, tendrían infinidad de historias sobre nosotros. Mudas testigos de la noche, han presenciado insensatos entrar e ir directos a la pista de baile poseídos por el espíritu de Georgie Dann, han alertado con sus destellantes colores a incautos que se acercaban demasiado a ese grupo de chicas que no iban a deshacer su círculo de amistad por él, se han atenuado para ofrecer una tregua a los inconscientes que buscábamos en la barra la poción mágica que nos permitiera acercarnos a hablar con aquella chica cuyos ojos parecían haberse bebido todo el blue tónic del bar. Creedme, a vosotros también os pasaría.
Y a veces se encienden implacables.
Es entonces cuando llega ese momento fatídico de la noche en el que la música se para y el hechizo se rompe. Las puertas se abren al mundo real y fuera, la calle acoge a los últimos espectros de la noche. Funambulistas que comienzan su particular baile del alambre conscientes de que no queda noche para más que un último baile.
Recuerdos, bailes y gin tónics. Siempre vuelvo a caer. El alambre nunca fue mi fuerte pero tengo lista mi camisa y zapatos, ahora sólo queda que vengas tú y me lleves al baile.
Dime que te cuesta decirme vale.
@Deivid_PM